Mi primer encuentro con los sets de María y Meche fue en el ático del bar CASA, lugar bastante pequeño e incluso algo inapropiado como pista de baile, aunque no carente de cierto encanto. Me llamó “poderosamente la atención” como diría algún cronista de pacotilla, que entre las canciones del set de Meche sonó “Viene Riquitiqu (de Pérez Zeledón)” del algo olvidado dúo Rikitiki & Merendeque, una broma pipi de la década de los 2000s. No detecté eso sí, la ironía algo rancia de la gente de mi generación, sino más bien un desparpajo refrescante. En el caso de María, ya la seguía por twitter y se me ocurrió pedirle que pusiera música en la fiesta de cierre de un errático podcast que hago esporádicamente con un amigo. Los estilos son diferentes pero se complementan bien, Meche quizás algo más gamberra y fiestera, María metiéndose en estilos más tradicionales de la electrónica bailable, el techno, el house y demás variantes. Por primera vez en mucho tiempo pensé que las fiestas en las que tocaban, a pesar de mi avanzada edad, podían considerarse algo así como imperdibles, más aún en el raquítico panorama de nuestra vida nocturna.
Además, no puede olvidarse que todo el asunto de “ser DJ”, signifique lo que eso signifique hoy en día, lamentablemente se ha rodeado de cierto aire de solemnidad que poco tiene que ver con el espíritu más bien hedonista en el que toda esa cultura se desarrolló (en ambientes “marginales” además, en comunidades latinas, afro, LGTBQ+). Como parte de la sobre especialización, muchas de las ideas asociadas a “ser DJ” terminan siendo ideas asociadas a la técnica: sets inmaculados sin el más mínimo error, purismo respecto al vinilo y horror ante el uso del botón SYNC o cualquier herramienta digital que permita hacer con asombrosa facilidad lo que antes implicaba un largo aprendizaje. Esto no quiere decir que María y Meche carezcan de interés por la técnica o por toda la serie de habilidades y trucos desarrollados en casi medio siglo de música de baile, pero hay cierta irreverencia juvenil que le saca la lengua a la idea del DJ como varón nerd, un acumulador obsesivo de arcanos conocimientos musicales de los que se considera guardián.
Estamos en tiempos además, en donde lo genuinamente popular y rentable se asocia, en el caso de la electrónica mainstream, a subgéneros clásicos como el trance y sobre todo a esa cosa que nadie sabe exactamente qué es llamada tech-house, un sonido blando, prístino y absolutamente olvidable. El otro costado, por supuesto, es lo que me gusta llamar “la hegemonía del perreo”, algo que no necesita explicación, es el sonido global en 2020. Sin necesidad de caer en el hermetismo o la pedantería, María y Meche se alejan de esas dos vertientes, aunque en sus sets pueda aparecer el dembow más intenso, el pulso inconfundible de la cumbia y hasta techno embrutecedor (aderezado en el caso de Meche, con algunos hits de t.A.T.u., Britney Spears y Evanescense).
Es una sensibilidad que no le rehuye a la diversión y a la espontaneidad, sin el idealismo casi mesiánico y ya lejano de los ravers pero evitando la resignación de muchas noches en San José, musicalizadas con una repetitiva lista de canciones secuenciadas para incitar la compra de birras. El anti purismo asociado a hacer lo contrario de eso siempre lleva a malentendidos y algunas veces a reacciones hostiles de un público que solo quiere escuchar los “éxitos del momento”. Pero quizás lo que hacen María y Meche esté destinado a pequeños lugares, en donde uno se topa a gente que ha visto por años sin necesariamente hablarles, ese tipo de familiaridades que se construyen en las ciudades pequeñas, a veces un poco sofocantes, un poco campechanas. Y en un futuro en el que es incierta la posibilidad de estar sudando junto a otros humanos en un reducido espacio, escuchando música, al menos se agradecen ese tipo de recuerdos musicalizados con sets hiperactivos y jubilosos.