LOS ENEMIGOS DE LO AÑEJO

Ahora puede sonar extraño decirlo, pero, a finales de los 90, una de las cosas que más generaban entusiasmo en mi vida era la aparición de un nuevo número de una revista de poesía: Los Amigos de lo Ajeno (LAA).

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No recuerdo cómo me di cuenta de que existía. Lo más seguro es que haya recogido el primer número en la librería Claraluna, que fue donde recogí las otras en los años subsiguientes. Tengo en mi cabeza un vago recuerdo de haber tomado la revista de la canasta en que las ponían, después de ver algún libro de poesía que no podía costearme, y preguntar por su precio. Recuerdo mi alegría, mezcla de hambre y excitación sexual, al enterarme de que era gratis.

Varias veces preferí llegar tarde a clases en la UCR, o no ir del todo, en favor de llegar a Claraluna antes de que cerraran, recoger mi nueva LAA e irme con ella al Candil o a algún bar a leerla mientras bebía.

Desde que mis primeros entusiasmos musicales del cole se disiparon, nada me provocaba tanta anticipación y devoción como saber que un nuevo LAA había salido a la calle, y en especial a ese rompeolas del tiempo que era la Calle Cáustica, donde yo me imaginaba a Luis Chaves y a Ana Wajszczuk metidos en cualquier edificio derruido planeando, junto a Jorge Jiménez o quien fuera el diseñador invitado, un nuevo asalto a la poesía.

Ayudaba también que la revista tuviera el mismo tamaño de un librillo de disco compacto. Ese era el formato impreso más familiar para mí y mis contemporáneos, y era por eso la mejor forma de volvernos a enganchar con aquello de lo que nos habían separado las clases de español del colegio: los libros.

LAA era lo que decía ser: otra poesía latinoamericana. Y era una revista-ciudad, vinculada con otras geografías poéticas: La novia de Tyson en Argentina, 400 Elefantes en Nicaragua. Cada número daba cuenta además de una evolución mediática: para el número 3 ya se anunciaba su página web y una versión radial en Radio U. La poesía volvía a ocupar el mundo desde el espacio físico, pero sobre todo el mental.

La edición número 6 de LAA cerró con el poema “Eternoretornógrafo”, del cubano Luis Rogelio Nogueras. Ahí, en esas últimas dos páginas donde en otras publicaciones usualmente están las noticias de deportes, el poema de Nogueras se yergue como un videoclip de mi vida en esos años: “El joven poeta murmuró cerrando el libro de Apollinaire: ‘Esto sí es un poeta…’”

De ahí para atrás, pasito a pasito, suave con Rimbaud y suavecito hasta llegar a Homero, el poema me convirtió en una especie de Indiana Jones que abría los sarcófagos de cada momento en que alguien, en alguna esquina de la historia, se puso a decir sus versos del alma, sus coplas a la muerte, su vida intensificada por palabras, sus poemas… Y así hasta volver al momento presente, a ese primer y definitivo poema “Haciendo nada” del argentino Fabián San Miguel aparecido en el primer número de LAA, el poema que, por primera vez en la vida, me habló desde la poesía en términos que yo podía entender: “He pasado toda la tarde / escuchando talking heads / leyendo a kerouac on the road”.

Todos esos poemas nuevos, inéditos y oldies but goldies que se dejaba reimprimir LAA a punta de copyleft eran nuevos para mí. Y no sólo eran nuevos, sino que no se parecían a los poemas que yo había leído en el cole o en antologías. Llegar a LAA fue el equivalente, en esos primeros años de la U, a llegar al rock nacional a inicios de los 90 y dejar tirada la música que mis papás escuchaban por esa época en radio Puntarenas.

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LAA fue mi primera degustación de poetas que hasta entonces desconocía, como Vladimir Hollan o Felipe García Quintero. Fue el souvenir literario de los viajes de Chaves y Wajszczuk por otros lados de América Latina, como Ecuador o Venezuela, que hacían una poesía con mucha más bachata que aquí. Poder leer autores locales a la par de los extranjeros inevitablemente provocaba comparaciones, y de ese modo la revista fue también una educación crítica.

LAA inscribió un canon diferente desde el instinto y la relevancia, no desde el prestigio, y enseñaba a leer poesía desde el piso, no desde las nubes.

Gráficamente hablando, el primer número homónimo fue una disección del cuerpo sin alma del medievalismo expresivo de la poesía: Los Amigos de lo Ajeno eran, en realidad, los enemigos de lo añejo. Eso estaba re-claro.

El segundo, “Poemas exclusivos para gente con clase”, fue una gaveta de retazos cotidianos, como para hacernos volver los ojos a lo concreto invisible. Con esos retazos, el tercer número, “Poesía Travesti”, ya nos provocaba ganas de salir en tacones a la calle convertidxs en otrxs, en pleno contacto con los límites poéticos de nuestros propios cuerpos. Para el cuarto, “Let It Bla Bla Bla”, se profundizó el strip-tease espiritual y volvimos a las calacas sempiternas de nuestra memoria mortecina; sacamos al sol los esqueletos poéticos que guardábamos en los armarios. El número cinco nunca lo conseguí; es ese hueco o remordimiento que cargamos todxs. No sé qué pasó. Una vez lo vi en la casa de Luis Chaves. Ya le había robado varias birras de su refri, así que me pareció demasiado robarle también ese LAA. Yo soy yo y mis vacíos de lectura.

El sexto fue el mítico “Fat Is Cool”, una edición golosa, con llantas y celulitis, pura poesía porno amateur, inscrita en papel desde las ideas de belleza que uno veía en la calle, no en las revistas de moda. El siete fue un combo de McDonald’s: una hamburguesa de poesía bien diagramada en páginas lisas y una orden de papas de “neoarte” cortesía de la intervención editorial de TEOR/éTica. Y cuando digo que fue un combo de McDonald’s quiero decir: no fue ni rico ni saludable. Todxs tenemos un álbum de nuestra banda favorita que no nos gusta tanto, y esta edición 7 de LAA fue como ver a mi banda de punk favorita vestida de glam-rock para filmar un video súper producido. No gracias.

Por suerte en poesía uno siempre puede contar con un héroe que salve el día. Eso fue el número 8 de LAA: gráfica mezclada con poesía, no más los territorios separados del número anterior. Gracias infinitas a Priscilla Aguirre y a Walter Calienno, productores de ese número, por llevar a la banda back to basics.

El sueño acabó, como todos los sueños, con una Navidad temprana. En agosto del 2002, “Todo el año es Navidad” cerró el recorrido de una revista fotocopiesca, fanzinesca y desmadrada como pocas, que mostró que la poesía podía ser incluso más desenfadada que otros medios en medio de un cambio de siglo sin desglose, sin referentes claros.

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Me cuesta mucho pensar que, sin esa revista, habríamos podido leer la poesía de las dos últimas décadas con la misma convicción de que esto tenía que pasar y que teníamos que hacerlo. Con Los Amigos de lo Ajeno se acabó la sensibilidad propia del Eco Católico, y la muchachada empezó a escuchar por fin un hit parade poético más cercano a sus vidas. Esa revista hecha por gente que no conocía fue lo más cercano que tuve en mi vida a una “escena” literaria donde lo importante era compartir los cigarros y las ganas, no las bibliografías.

Texto por G. A. Chaves
Ilustraciones toMadas de
Los AMigos de lo Ajeno