“El zepelín silencioso” aparece como capítulo XVI en la novela Salvapantallas, una novela armada con esquirlas de textos varios algunos escritos para la novela, otros escritos, digamos, premonitoriamente. El título es de un poema de Alexánder Obando (1958 -2020) y es él quien galvaniza los tres fragmentos que se publicaron por separado y en diferentes blogs en 2010.
XVI / EL ZEPELÍN SILENCIOSO
por Luis Chaves
iii. LZ 129 Hindenburg
El Hindenburg (nombre completo, LZ 129 Hindenburg) fue una de las dos aeronaves más grandes que se han construido en la historia. Era más largo que tres Jumbo jets. Un día de mayo de 1937, después de haber cruzado el Atlántico y a punto de aterrizar en Lakehurst, Nueva Jersey, una chispa de electricidad estática causó la ignición y combustión completa del dirigible en menos de 40 segundos. Hay registro cinematográfico de la tragedia en la que se ve a la enorme aeronave acercarse lentamente a tierra, ante la mirada de buena cantidad de público y prensa y, de pronto, el incendio en el aire y el desplome infernal entre gritos, estampidas y luego silencio. En el descampado donde iba a aterrizar aquella especie de nube de duraluminio quedó solo la estructura metálica retorcida, el esqueleto de un animal del Cretáceo.
Del incendio del Hindenburg queda un registro radiofónico que pasó la historia de forma inmediata. De hecho, la famosa adaptación a la radio que hizo Orson Welles apenas un año después (1938) de La guerra de los mundos (novela de H.G. Wells) se basó en la narración desesperada de Herbert Morrison sobre el siniestro del último zepelín tripulado.
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Habían pasado diez meses desde la última vez que nos vimos. Era el final de agosto y escapábamos del sol asesino que nos castigaba en el cementerio donde familia, allegados, amigos y enemigos-de-pronto-amigos enterraban a Felipe. También escapábamos de ese ritual que nada tenía que ver con nosotros.
A la salida del cementerio o la entrada depende desde dónde se cuente, había una mesita con impresos sobre los precios de diversos tamaños de terrenos. Bromeamos con comprar uno de esos lotes entre varios de nosotros y usarlo como micro quinta para paseos de fin de semana, picnics, carnitas, etc. Pero el chiste duró poco. El carro que habíamos parqueado debajo de ninguna sombra era un baño sauna al que entramos puteando al día y a Dios pero sobre todo a Cartago, su clima y, ya con impulso, a sus habitantes.
En el carro íbamos tres: Álex Obando, Mariajo y yo. Desde que se conocieron, Alexánder le dice, como nadie más en el mundo, Marijó. Ella le dice Obando. Llegamos al portón de madera —pino subido de nivel con tinte oscuro—, entramos y parqueamos medio a la par medio debajo de una veranera. En una mesa en la terraza del restaurante nos esperaban otros desertores del entierro. Estaban Osvaldo Sauma y María Montero, Carlos Aguilar, Roberto Echeverría, César Maurel, Rudy, Luisfer y su esposa Lucía. Si pensara en el lector tendría que explicar quiénes son, pero estos nombres los digo para mí mismo, un poco como mantra. No, más bien como una forma de oración, una plegaria atea, secular. Una plegaria que no pide nada.
Ya sentados bajo sombra y rodeados por jardines, el sol dejó de parecer un adversario. Servimos vino en vasos de fresco, brindamos, conversamos con un ojo recorriendo el menú. Fue un almuerzo extendido, fluido, sin silencios incómodos. Era plena tarde de un día de semana y nadie parecía tener compromisos de trabajo, ni hijos ni horarios. En algún momento pensé que a un par de kilómetros acababan de depositar bajo tierra, ladrillos y cemento al mayor admirador de Álex, a su mejor intérprete. Pero por una vez supe callarme. Talvez inmediatamente después de esa concesión al dramatismo fue que supe con toda claridad que iba a escribir sobre Alexánder Obando. La certeza llegó no como un haz de luz ni nada por el estilo, más bien como un golpe de objeto contundente en la cabeza.
No sabía bien qué iba a contar ni cómo, eso vino después. Solamente supe que, en eso que aún no existía como texto, había algo que traspasaba como un perno de ballesta al protagonista, los personajes secundarios y los extras, algo que los atravesaba y seguía y llegaba más allá, más lejos, donde no alcanzaba la vista ni el pensamiento de ninguno. Una ballesta cuyo proyectil perforara el tiempo y llegara a un día de mayo de 1937 y estallara al dirigible que se desplomaba en llamas en un descampado de Lakehurst, Nueva Jersey.
Por un momento me llamo Herbert Morrison, el narrador radiofónico, y tengo el insólito destino de volver a contar lo mismo en otra época, lo mismo pero diferente. Lo mismo pero mejor porque esta vez la muerte es sólo un efecto literario. Alexander Obando había escrito dos libros sísmicos, en unos meses abandonaría el país de forma definitiva, en unos años será alcanzado por la ceguera que viene acortando distancia desde su juventud y eventualmente cerrará el paréntesis de fechas que todos cerramos. Esta mañana, sin embargo, vamos a corregir un par de cosas.
Suena el metal contra el vidrio de los almuerzos, suena el caudal del vino vertido en un vaso. Los demás seguimos conversando, la línea de la sombra cubre ya los carros. En este instante mismo, Álex se levanta de la mesa y va al baño a lavarse.