“El zepelín silencioso” aparece como capítulo XVI en la novela Salvapantallas, una novela armada con esquirlas de textos varios algunos escritos para la novela, otros escritos, digamos, premonitoriamente. El título es de un poema de Alexánder Obando (1958 -2020) y es él quien galvaniza los tres fragmentos que se publicaron por separado y en diferentes blogs en 2010.
XVI / EL ZEPELÍN SILENCIOSO
por Luis Chaves
i. (circa 1999)
Esta noche concluye así: Álex Obando bajándose de un pickup Fiat Fiorino negro, a pocos minutos de las cuatro de la madrugada, debajo de un aguacero bíblico, en la autopista Braulio Carrillo, lisiado por el alcohol, describiendo una trayectoria elíptica desde el carro hasta el borde del mini guindo donde lo perdemos de vista Carlos Aguilar y yo.
Con un mínimo de honestidad, nadie podría decir que fue un final sorpresivo para aquella velada que había empezado en la casa de Joaquín Rodríguez del Paso, que es pintor aunque su nombre diga que es duque o conde. No recuerdo con certeza el motivo de la fiesta en la casa esquinera de Quincho en Barrio Amón, detrás de la Casa Amarilla. Creo que celebrábamos el lanzamiento de Perro Azul, la editorial de Carlos Aguilar. A eso de las nueve de la noche ya habían llegado los personajes que si la naturaleza fuera sabia, como dicen, vivirían separados por continentes.
Recuerdo que varias paredes eran de ese verde-aceite de lugares como las Cabinas San Isidro en el Puerto. Recuerdo que todos estábamos sentados en sillas de diferentes juegos de comedor, cerca de una hielera en la que flotaban cervezas que cada tanto sacábamos con la delicadeza y cariño de quien saca un corazón para un auto-transplante. Recuerdo que María Montero, la mente brillante de la fiesta, le decía a Álex que él era nuestro Reinaldo Arenas y todos decíamos que sí, que tenía razón. Aunque pensándolo bien, era nuestro Reinaldo Arenas en el cuerpo de Lezama Lima.
Todos hablábamos a gritos, montándonos a codazos sobre frases de los otros, decíamos cosas geniales que se desintegraban antes de tocar piso, nos reíamos o mejor dicho, nos cagábamos de risa y sacábamos los órganos de transplante de la hielera y, sin que nadie los hubiera llamado, afuera de la casa los Datsun de los dealers daban vueltas como tiburones, atraídos por el olor a sangre.
Una cosa llevó a la otra, la noche se hacía más noche y de pronto cada quien fue buscando su rincón o su víctima o las dos cosas. El grupo se fue desgranando, alguien abrió la puerta, estiró el brazo y se montó en uno de los Datsun creyendo que era un taxi y no supimos nada hasta una semana después. Otros terminaron mandándose a la mierda para siempre pero a esos los vimos juntos de nuevo incluso antes de que apareciera el que se equivocó de taxi.
Hay un fade a negro y luego no sé por qué, ni mucho menos cómo, estamos Álex, Carlos Aguilar y yo caminando por los trillos voluntariamente mal iluminados del Centro Comercial El Pueblo, buscando un bar donde seguir la conversación que, en eso estábamos de acuerdo, todavía no habíamos terminado. Creo que entramos primero al bar de un karateka o taekwondista y que luego, cuando cerraron ese, nos pasamos a uno que tenía, en la barra, unos bancos bastante altos. Carlos y yo nos subimos haciendo grada en un pretil debajo de la barra. No tengo idea de cómo lo logró Álex. De lo que sí me acuerdo es de que los dejé solos un toque mientras iba al baño a hacer trampa y cuando volví, primero cegado por el cambio de luz de semiiluminado afuera a oscuro-cueva adentro, vi un bulto gigante en el suelo. Un segundo después, ya acostumbradas las pupilas, vi que se trataba de dos bultos. Álex se había caído del banco, de espalda, en bloque, sin reaccionar. Y Carlos, doblado en el piso, intentaba levantarlo.
Me sumé y de pronto, vistos desde afuera, éramos tres masas oscuras moviéndose torpemente, tratando de incorporarse, de caminar nuevamente en dos patas. Ayudados de pésima gana por el bartender, volvimos a ser homínidos. Sobra decir que nos echaron del bar y que, ya en el parqueo, tuvimos que aceptar que lo único que nos quedaba era irnos para la casa.
Pero eso era más fácil decirlo que hacerlo. Ya dije que era un Fiat Fiorino, un pickup. En esa cabina nos metimos a la fuerza los tres, mientras empezaban a caer las primeras gotas de lo que tuvo que haber sido unos de los peores aguaceros de la década. Yo iba al volante, Carlos literalmente en el freno de mano y Álex en el asiento del copiloto. Cuando arrancamos, llovía ya como por venganza y no podíamos abrir las ventanas. Aquel carro no contaba con la comodidad lujosa del ventilador, ni qué decir aire acondicionado. En dos segundos se empañó el parabrisas o por lo menos así veíamos los tres.
—¿Vos ves algo?
—No, ¿vos?
—Tampoco
—Ok, vamonós.
Así, en aquel país pre-ley de tránsito, salimos rumbo a Tibás a dejar a Obando que era el que vivía más cerca del Centro Comercial El Pueblo. Ni siquiera sobrio, hoy, que he ido varias veces, entiendo la dirección para llegar a su casa. Esa noche, en aquel hornazo de cabina del pickup, ya con los primeros síntomas de la abstinencia, Álex trató de explicarme. Se había acabado la cerveza, los cigarros, el perico y el buen humor y ya estábamos montados en la ruta 32 cuando me dice mae, es allá abajo, señalando una calle de barrio al otro lado de autopista, en la falda de un mini guindo. Ni que tuvieras tetas, dije al mismo tiempo que Carlos metía el freno de mano.
Entonces, allí va Obando, o lo que queda de él, como un zepelín silencioso en picada, desapareciendo en la lluvia y el barranco mientras Carlos se acomoda en el asiento del copiloto y arrancamos chillando llantas hacia la última birra en el bar Sand.