El maíz sabe mejor en el sistema de honor (primera parte)
por Robin Wall Kimmerer
ilustra Majo
Yo lo recuerdo. Cómo sus canciones nos atraían a la tierra caliente solo por la dicha de escucharlas. Cómo nos estirábamos al sol y convertíamos aire en azúcar, mis hermanas y yo, hojas y raíces entrelazadas. Me siento sola sin ellas. El abuelo Teosinte se fue hace tanto, ¿dónde está esa gentil guía cuando más la necesitamos? ¿Y nuestra linda gente, con sus pies y azadones en la tierra, cumpliendo el acuerdo hecho hace tanto tiempo? ¿Qué pasó con las canciones que sabíamos? Yo recuerdo cómo celebraban a mis bellas niñas con banquetes y honor, y cómo las pasaban de mano en mano en el día de acción de gracias. Recuerdo que sabían mi nombre. Las personas han olvidado, pero las semillas recuerdan.
Tengo en mi mano el fruto del ingenio, un producto miniaturizado que se da energía a sí mismo desplegando células solares autogeneradas. Sus sofisticados códigos internos le permiten replicarse diez mil veces sin necesidad de una impresora 3-D. Bajo su superficie vidriosa, una intrincada red de neuronas aprovecha zumbantes circuitos eléctricos para capturar carbón de la atmósfera, purificar agua y producir oxígeno respirable. Y por si estas características no fueran suficientes, es la tecnología de producción de comida más sofisticada alguna vez ideada. Con múltiples apps instaladas, puede hacer tamales, borbón, soda, quequitos y combustible diésel. Esta maravilla de la ciencia nos llega, gratis, de desarrolladoras de alta TEK que vivieron en el valle del Río Balsas hace más de nueve mil años, no de ingenieros de alta tec de Silicon Valley. No viene de Apple, viene de Maize.
Tengo en mi mano cuatro semillas con los colores de la rueda medicinal: negro como las nubes en la tormenta, amarillo como el sol, blanco como la luz de la luna y rojo como la sangre. Tengo en mi mano la memoria de mis antepasadas en el jardín. El ADN de cada célula lleva la historia de dedos café poniendo estas semillas en la tierra, dedos así como los míos, con tierra bajo las uñas. Estas agricultoras nutrieron no solo comida, sino también una extraordinaria diversidad genética, con la capacidad de adaptarse a climas cambiantes y a un futuro siempre incierto. Yo podría usar algo de eso en este momento. Este es el fruto de una sofisticada ciencia indígena: conocimiento ecológico tradicional, conocido como TEK1. El ADN debajo del brillante recubrimiento de las semillas es fuente de ingenio, la creatividad del maíz casada con la crianza humana. Tengo en mi mano el fruto multicolor del genio colectivo, un acuerdo entre sol, tierra, agua, planta y granjera. Han entrado en un pacto de reciprocidad: si el maíz cuida a las personas, las personas cuidan del maíz.
Cuando hablamos de «tecnología», con frecuencia pensamos en los productos electrónicos y en procesos industriales que tiñen el panorama de la Era Digital. Pero, una piedra para afilar, un sistema de irrigación y la espiga de una mazorca también son tecnología, una palabra que deriva del griego «tekhne», que significa arte o artesanía. Tecnología es simplemente la aplicación del conocimiento humano para solucionar problemas, cumplir necesidades, o satisfacer deseos. Una fabrica que sintetiza jarabe de maíz alto en fructuosa es una tecnología nacida de la ciencia y la ingeniería, así como lo es el proceso de domesticar, criar y procesar maíz, realizado por les granjeres indígenes. La herencia de las semillas de maíz que tengo en mi mano, y los productos de maíz en tu plato, son manifestaciones tanto de alta tec como de alta TEK.
Las herramientas que escogemos adoptar influencian cómo se desarrolla la cultura, y también reflejan valores culturales. El maíz es central tanto para indígenas como para sociedades agroindustriales, pero la forma en la que Zea mays es entendida y usada por cada una no podría ser más diferente.
¿Maíz o «corn»? Esta notable planta ha sido conocida por tantos nombres como los pueblos que la han cultivado: La semilla de semillas, nuestro pan de cada día, la esposa del sol, y madre de todas las cosas. En mi propia lengua, el Potawatomi, decimos mandamin, o la semilla maravillosa. El nombre científico es Zea mays, «mays» refiriéndose al nombre Taíno que Colón registró en su diario cuando probó por primera vez «un tipo de grano que llaman mahiz, que sabe muy bien hervido, rostizado, o hecho en atol». Mahiz, que significa el «portador de vida», se convirtió en la palabra maíz en español. Estos nombres indígenas honran al maíz como el centro de la cultura, y reflejan una relación de profundo respeto entre las personas y quien las sustenta.
El término «corn» usado para el cultivo moderno no lleva nada de este sentimiento y está basado en la intencional negación a ver el significado de la planta. En lugar de adoptar el nombre respetuoso indígena, los colonos ingleses sólo le llamaron «corn». Un término aplicado a cualquier grano, de cebada a trigo. Y entonces comenzó, la colonización del maíz.
Yo vivo en el exuberante y verde campo del norte de Nueva York, en un pueblo que probablemente tenga más vacas que personas. Casi todas las personas que conozco plantan algo: manzanas, lúpulo, uvas, papas, bayas y mucho maíz.
Cuando llevo mis semillas al jardín escucho el tractor de mi vecino y percibo un poco del olor a fertilizante con amoniaco que está rociando en los campos. Vi las luces de este tractor yendo y viniendo muy tarde anoche, preparándose. Es un momento intenso del año. Mucho depende de la preparación y sincronización. Él ha aceitado cada engranaje y cargado las semillas. Ambes sabemos que la lluvia viene. Es hora de plantar. Yo también me estoy preparando, preparando el suelo con un poco de olor a sahumerio, pidiéndole permiso a la Madre Tierra para que reciba estas semillas y celebrando con una canción la vida que hay dentro de cada grano.
Mi puñado de maíz flint del Red Lake es un regalo de les preservadores de semillas heredadas, mis amigues de la granja de la Nación Onondaga, unas cuantas colinas más allá. Esta variedad es tan vieja que acompañó a nuestra gente Potawatomi en la migración de la costa este hasta los Grandes Lagos. Si solo pudieras cargar una única bolsita con semillas, esta sería la escogida, con nutrición para la salud física y enseñanzas para la salud espiritual. Sosteniendo las semillas en la palma de mi mano, siento la memoria de la confianza en que la semilla cuidará a las personas, si nosotres cuidamos la semilla. Estos granos son un eslabón tangible de la continuidad de la historia, identidad y cultura, de cara a todas las fuerzas que buscan borrarlas. Yo les canto antes de ponerlas en la tierra y les ofrezco un rezo. La mujer que me dio estas semillas tiene la costumbre de que cada una de las semillas a su cuidado sea tocada por manos humanas. Al cosecharlas, pelarlas y categorizarlas, cada una siente la tierna consideración de su compañere, le humane.
Mi vecino compró sus semillas a un distribuidor. Son una nueva variedad genéticamente modificada, que él no puede guardar y replantar, sino que debe comprar cada año. A diferencia de mis semillas multicolores, las suyas son de un dorado uniforme. Serán sembradas con olor a diésel y la canción de engranajes rechinando. Yo sospecho que esas semillas nunca han sido tocadas por une humane, solo manipuladas por máquinas. Sin embargo, cuando las semillas entran en contacto con el suelo y la gentil lluvia de primavera empieza a caer, sospecho que él ve hacia el cielo y reza. Ambes damos un paso atrás y observamos el milagro desenvolverse.
Nuestras distintas formas de plantar reflejan no sólo las diferentes escalas y objetivos de nuestro trabajo, sino también nuestras relaciones fundamentales con la planta. En la visión del mundo occidental, la planta se entiende como un tipo de máquina fotosintética, sin percepción, voluntad ni personalidad. Las semillas que mi vecino perfora en el suelo son vistas como objetos, no muy diferentes al fertilizante o herbicida, otro engranaje en la granja convertida en fábrica. En esta visión de mundo, las plantas son puestas abajo en la jerarquía de la vida, una percepción que es invertida en los caminos indígenas del conocimiento. Al otro lado de la colina, en la granja de la herencia, las plantas son respetadas como portadoras de regalos, como personas, y de hecho, con frecuencia como maestras. ¿Quién más tiene la capacidad de transformar luz, aire y agua en comida y medicina, y luego compartirlas? ¿Quién cuida a las personas tan genuinamente como las plantas? Creativas, sabias y poderosas, las plantas son imbuidas de espíritu en una forma que la visión occidental reserva sólo para les humanes.
Ciencia y tecnología van mano a mano, cada una estimula a la otra a seguir adelante. La ciencia occidental es una forma poderosa de generar conocimiento, pero no es la única. Mucho antes de que los colonizadores llegaran a nuestras costas, aquí habían científiques de todo tipo, incluyendo botanistas, agronomes y geneticistas, practicando ciencia indígena y desarrollando tecnologías regenerativas. La naturaleza de estas dos formas de entender el mundo está escrita en la tinta de un verde vívido en nuestros respectivos campos de maíz.
La ciencia occidental hace la afirmación de que la objetividad e intencionalidad puras destierran la subjetividad de sus explicaciones en favor de enfoques reduccionistas y estrictamente materialistas. Yo estoy entrenada como científica, y honro la importancia de este método. Hay buenas razones para que exista cuando las preguntas a responder son de «cierto o falso». Pero hay otras preguntas más grandes, para las que la exclusión de los valores humanos podría llevar a resultados no planeados.
Se dice que los cuatro colores de mi mazorca flint del Red Lake representan los cuatro colores de la rueda medicinal, que es un símbolo del enfoque holístico indígena hacia la generación de conocimiento. Entre sus significados, los cuatro colores nos recuerdan que nosotres humanes tenemos cuatro formas de percibir y entender el mundo, con mente, cuerpo, emoción y espíritu. No hay una separación estricta entre lo subjetivo y objetivo, sino un estímulo a considerar lo que podríamos aprender al usar cada una de estas poderosas habilidades. La combinación brinda intuición no sólo para preguntas de «cierto y falso», también para preguntas de «correcto o incorrecto».
El maíz es tan central para la vida que tiene un lugar poderoso en las historias de la creación de les Mayas. Después de hacer la hermosa Tierra, les dioses creadores se pusieron a hacer seres dignes de estos regalos. Después de varios intentos fallidos, los creadores gemelos tomaron dos colores diferentes de maíz y con ellos formaron a les humanes. Las personas hechas de maíz fueron de lo más agradable para los dioses, por su gratitud hacia la vida, su cuidado hacia otres seres y su alegría. Maíz, Madre de Todas las Cosas, le dio vida a las personas. Los libros que registraban estas historias fueron quemados por los colonizadores, que se veían a sí mismos creados a imagen de dios, no de una humilde planta.
Les bioquímiques confirman que de hecho somos personas hechas de maíz. Por su fotosíntesis inusual, el maíz deja una firma en nuestros tejidos escrita con su proporción particular de isótopos de carbono. Las personas consumidoras de maíz de las Américas llevan en su carne una proporción de estos isótopos muy diferente al de las consumidoras de trigo de Europa, o las consumidoras de arroz de Asia. Une bioquímique concluyó que les Americanes somos «Tostitos caminantes», básicamente. Si vas por el supermercado leyendo etiquetas, encontrarás que cerca del 70% de las comidas procesadas contienen maíz en alguna de sus formas: jarabe de maíz, aceite de maíz, maicena, y más. Los huevos, lácteos y la carne llegan a nuestros platos y entran a nuestras células a través del maíz del que se alimentan. El maíz es la base de nuestra cadena alimenticia. Qué irónico es que al inicio los conquistadores tenían miedo de comer este delicioso grano, pensando que si comían la comida de les «salvajes» se convertirían en ellos. Desafortunadamente, ese miedo probó no tener fundamento.