Rezar, recitar o decir

texto por Olivia Teroba
ilustrado por Alejandra Vindas

Esta historia comienza en una parroquia ubicada en la ciudad de Tlaxcala. Es un lugar pequeño, construido hace menos de diez años. Las paredes encaladas le dan aspecto de escuela pública, los murales que las cubren –escenas bíblicas donde predominan el azul celeste y el amarillo– recuerdan a un libro escolar.

Estamos en misa. Al terminar la eucaristía, como está previsto, me levanto, me quito la bufanda, me acomodo el abrigo y me dirijo hacia el atril. Llevo conmigo unas hojas impresas dentro de un fólder rígido y plastificado. Busco dónde colocarlo, pero en el atril está la Biblia y considero que no puedo ponerlo encima, porque implicaría situar mis palabras sobre las de Dios, algo así. Entonces, me decido a tomar el micrófono con una mano y sostener el fólder con la otra.

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Mi relación con la religión es problemática. Para explicarla, habría que empezar desde los orígenes, cuando tenía cinco años y pensaba que podía hablar con los árboles y con el viento. Creía que podía encontrar señales en el entorno que me dieran ciertas indicaciones, por ejemplo, dónde encontrar un objeto perdido. Un día alguien me habló de Jesucristo y decidí que podía platicar con él en vivo y a todo color por las noches antes de dormir, un juego por demás imaginativo, con todo y lo perturbador que suene a la distancia.

Cuando comencé mi educación primaria en una escuela de monjas, este tipo de espiritualidad, creadora de ficciones y alimentada por la fantasía, dejó de funcionarme. Mi familia era laxa con las prácticas religiosas: íbamos a misa para las festividades y rezábamos de vez en cuando, pero no había obligaciones de por medio. Por el contrario, en la escuela católica rezábamos sin falta el Angelus al mediodía, el catecismo era una asignatura, íbamos a misa cada primer viernes del mes.

A fuerza de repetición, me volví creyente: escuchaba con atención las narraciones sobre la Biblia, las descripciones sobre los sacramentos; memoricé los mandamientos. Fui a varios retiros espirituales en casas hermosas, de techos altos, construidas de adobe y con inmensos jardines interiores. Me gustaba tener indicaciones claras de lo que se debía hacer y no; cómo actuar para tener una recompensa. Me sentía complacida conmigo misma. En mis primeros años de vida, la religión satisfizo a mi mente de por sí esquemática y con tendencia a simplificar el mundo en dicotomías de bondad y maldad.

Pero llegó la adolescencia y con ella las disrupciones. Un libro de introducción a la filosofía. El divorcio de mis padres: el quiebre del sagrado sacramento. Las noticias en los diarios: sacerdotes acusados de dañar a las infancias, aprovechándose de la confianza de sus padres.

El desencanto me dejó un hueco por dentro. Empecé a buscar en todas partes a Dios, como aquella canción de Mecano: en mis noviazgos, las artes marciales, las drogas, series de animé, música clásica, poetas místicos, libros de filosofía, de antropólogos ficticios, novelas existencialistas. Pasó poco tiempo antes de que asumiera que Dios había muerto, o en el mejor de los casos estaba oculto y arrepentido de su creación monstruosa y autodestructiva. Shakira cantó su derrota: lo describe como un desempleado que vaga por las calles buscando con quién conversar.

En ese desarticular de creencias tuve que admitir el daño que la institución religiosa le hizo a mi psique, no sólo a través de las clases de catecismo, sino en su actuar más sutil: el día a día del entorno familiar. Encontré instalados en mi forma de ser el silencio, el pudor, la discreción exagerada. La culpa y la necesidad de redención; mecanismos que de una u otra forma sigue utilizando el capitalismo para sostenerse, en su manera de ser una deuda impagable y permanente.

El Tao dice que el alma deseante ve únicamente su deseo. Después de varios ires y venires, me di cuenta de que el problema no era la ausencia de respuestas, sino una formulación equivocada de la pregunta. ¿Por qué buscar a Dios, ese sujeto blanco, occidental y de barba que aparece en los retablos? ¿Qué tipo de felicidad o protección me daría? En mi angustia, estaba reafirmando la jerarquía patriarcal de la sociedad en que crecí.

En un ensayo, Ortega y Gasset le da un matiz distinto a la palabra religión: “Religio no viene, como suele decirse, de religare, de estar atado el hombre a Dios. (…) religiosus quería decir ‘escrupuloso’; por tanto, el que no se comporta a la ligera, sino cuidadosamente. Lo contrario de religión es negligencia, descuido, desentenderse, abandonarse”.

Lo que yo busco ahora es el fervor religioso. Ese cuidado del ritual, de la comunidad, de las personas cercanas que se unen a demostrar los afectos, a hablar sobre la belleza del mundo y ayudar a sus semejantes. Porque cuando mi abuela me daba la bendición, era su mano sobre mi frente la que me hacía sentir protegida. Y cuando en la adolescencia iba sola a la iglesia, me cautivaba la hermosura de los retablos dorados y barrocos, me aliviaba sentarme a llorar y pensar con otras personas cerca, en silencio.

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En enero de 2021, mi abuela y mi abuelo fallecieron de covid. El duelo tuvo complicaciones propias de la enfermedad. Para evitar más contagios, no pudimos hacerles un funeral, sus cuerpos tuvieron que ser cremados. Por primera vez en la historia familiar, tuvimos urnas de madera con cenizas como rezago de dos vidas amadas.

Desconcierto, desazón, sensación de irrealidad. No encontramos qué hacer en el silencio del dolor, sino rezar. Junto con los miembros más cercanos de mi familia, repetí las oraciones que me enseñaron aquellas monjas y que mi abuela dirigía en cada rosario. Las pensaba como un mantra. Con la mano, repetidamente, marqué sobre mi cuerpo la señal de la cruz, de la misma forma que ella lo hacía.

Pero nos hacía falta todavía compartir el duelo en comunidad. Necesitábamos algo equivalente a un velorio, un entierro, algún rito que significara de forma colectiva la ausencia de nuestros seres queridos. Así que para la misa de cabo de año, mi mamá, mi tía, mis hermanos y yo escribimos juntos un texto a cinco voces. Una crónica polifónica del cariño, el dolor y la nostalgia; de los cuidados ante la enfermedad y las preguntas que dejó la muerte. Yo sería la encargada de leerlo, en la parroquia que está más cerca de la casa de mis abuelos. Ahí, en un nicho, descansan sus cenizas. Ahí nos reuniríamos para conmemorarlos.

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Esta historia termina conmigo en la iglesia, leyendo, con un folder de plástico en una mano y un micrófono en la otra, intentando que cada palabra se vaya redondeando al salir de mi boca. Conforme paso las hojas, algunas se deslizan hacia el piso, pero no me detengo a recogerlas. Me concentro en el texto que recorro con la mirada y en su pronunciación; intento no proyectar en mi mente las imágenes que evoca, con tal de no ponerme a llorar. Termino. El lugar queda en silencio. Alzo la mirada para ver a mi familia nuclear, mi familia extendida, algunas amistades y conocidos. Ellos sí están llorando. Entiendo que lo religioso, es decir el acto de cuidado, es el ritual tramado en complicidad.