portal a la vida

por Mon Morales

Mi madre me parió un domingo. Llovía y creo que no estábamos listas, aunque el líquido amniótico decía lo contrario. En su bata color rosa-CCSS y sus piernas abiertas entre enfermeras, tactos y practicantes, la escuché murmurar:

“Te voy a parir para que nunca conozcás un encierro”.

Bob Marley le contó del​ mental slavery​ y su rebeldía prenatal la expulsó del colegio de Monjas; ella tenía muy claro lo que era un encierro, yo no.
Yo habitaba su vientre, el núcleo del néctar, hogar marsupio, donde escuchábamos el surf rock de Sublime​ por las tardes.

Me enfrentaba al tránsito apurado de las contracciones, ella me decía: “vas a salir para encontrar tu propia casa”.

Mi madre pujando, me llevaba hasta el altar, para entregarme a la vida. Me desplazaba de mi tierra natal, desterrada, me des-matriaba. El acto político más feroz, y un gran gesto de amor.


Y mientras ella rompía su anatomía para abrirme el camino, yo estaba en plena rabieta, mi primera protesta, no quería entregarme a un desconocido con manos de látex. Dicen algunas bocas que lo que impulsa el nacimiento es el deseo de conocer el calor paterno.

A veces creo que, cuando espero a mi padre, siento la espera de mi madre.
No estábamos listas, silenciosamente lo esperábamos.
Ese día mi papá no llegó, tampoco cuando cumplí 26.

Mamá estaba en dilatación activa cuando él me dijo “mi pacto es la ausencia, y con ella te libero de la cobardía, de mis culpas y penas”. Me entregó la ausencia con la dosis de desilusión necesaria para que, cuando llegara el momento de la crudeza sistemática, yo estuviera lista para encararla.

Si en los noventas hubiera existido WhatsApp, esto se traduciría en un ansioso “me dejó en visto”.

Y me vi sumergida en el vórtice, con un padre al que nunca le iba a tomar las manos, y una madre que le daba mi mano a la vida.

Un vientre es capaz de dar vida en un baile luteinizante. Es el misterio biológico y hormonal creando el portal más antiguo, con más alquimia que la magia metafísica. Es el umbral del saco anembriónico y de la gestación plena.

En el vientre vacila el poder y la balanza de la justicia, ahí no hay razón que decida. Es la Rueda de la Fortuna en el tarot de Marsella, La Rueda de la Medicina en la cosmovisión indígena.

Ahondaba en el hiato de “¿cual encierro? ¿cuál casa? ¿cuál libertad?” y me encontraba entre la paradoja de la pulsión de muerte y la aventura hegeliana: “demorarse como fuerza mágica que transforma el ser”. Estaba en la ajena pertenencia de la vida sin causa, y el lío existencialista efervesciendo como el mismo Samsara, y al mismo tiempo mi abuela rezaba de rodillas en la capilla del hospital.

De pronto el sonido de su corazón me hizo enmudecer, estaba latiendo tan fuerte como un tambor que hacía resonar cada parte de nuestros huesos.
El parto no parecía avanzar y mi pulso estaba bajo, el doctor irrumpió hablando de una necesaria cesárea.

“Mamá, él no va a irrumpir en tu casa, yo salgo sola de acá”.

Su corazón de mamífera no sonaba a miedo, dejó de sonar a ausencia y empezó a envolverme vibrando cada vez más alto. Era el rugido de una mujer que nunca iba a volver a ser niña, y que no estaba dispuesta a salir sin su cría en los brazos.

“Cuando estés lista”, me confío.

Hubo una tregua, me encandiló la luz del acto de cierre y en el pacto ciego me entregué a la incógnita.

Entonces su pulso hizo arder el mío y, en el trance de su trascendencia, se sumergió en sus entrañas hasta que ya no quedara nada.

Porque no era mi vientre, era el de ella.

La revolución desde adentro, como la llama Steinem. Y lo hicimos juntas, y con todas nuestras fuerzas rompimos lo que nos unía, para que entrara todo lo que nos separaría.

Así dejé mi primer hogar a rastras, y entre llanto, tristeza y asfalto mi primer aullido rasgaba el espacio, yo creo que era un reclamo.

“Que nunca nada te silencie”, y nuestros ojos se encontraron.

Tomando teta a la hora del café, me dormí viendo el rostro enternecido de mi madre. En un susurro firme me dijo: “mi pacto es la maestría, y aprenderé en templanza a defender tus causas y a respetar tus consecuencias”.

Entre piernas largas como edificios me volvía a encontrar sus voces, “y vas a caminar, para que nada te detenga”, entonaron.

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Cada paso que doy es para cada vez más dejar de ser de mi madre, y ser más de la vida. Ahora me percato cuando me encuentro con sus gestos frente al espejo, o con sus muletillas saliendo de mi boca. También hay días que puedo ver la ausencia de mi padre, en mi cabello rubio y en mis reclamos.

Nunca sabré si ese día mi madre lo esperaba, no sabré si ese día mi padre se arrepentía. Antes me importaba saberlo todo, cada detalle, cada gesto, cada pensamiento. Pero la misma palabra lo dice: “piensas y mientes al mismo tiempo”.

Me quedo con la vida, con la duda cierta de la ambivalencia.

Mis padres no me esperaban, pero me dejaron armada, y he sido amada. Me entregaron a la guerra para que mi vida fuera plena.

Mi padre me dio la vida y mi madre me dio a la vida. Yo vivo. Y espero que la muerte sea pacífica.