Akera Bullata, o fragmentos de una mujer ociosa 

por Nicole G. Bolaños
ilustrado por Sarita Bonilla

Piense en una mujer. No en usted, sino en otra. Piénsela sola, imagínese que hay una mujer  en un cuarto tirada sobre la cama todo el tiempo. O mejor: imagine que no hay tiempo y que solo  hay mujer y cama. Ya irán apareciendo otros objetos; por el momento, no agregue nada más a la  imagen. Déjela reposar unos minutos. 

Vivir sola no se parece a nada, y para todas es una experiencia diferente. Marjorie Hillis  escribió alguna vez que hay que hacerlo con gracia. ¿Qué puede significar vivir con gracia a casi  cien años del contexto en el que Hillis lo dijo? Quizás tenga que ver con abrazar la soledad y no  asumirla como una situación trágica; o quizás implique llevar la dicha de la intimidad hasta el  desbordamiento, dejarse ser en cada rincón de la casa. Cultivo esta última idea como una forma de  habitar mis propios espacios. 

Podemos sumar a los derechos históricamente negados a las mujeres el de ejercer la soledad.  En una dinámica de vida preestablecida en la que pasar de la casa del padre a la del marido y ser  eternas cuidadoras y organizadoras del hogar se imponía como norma, disfrutar de tiempo a solas  era una cuestión de suerte. Pienso en el perfil de mujeres como Sor Juana, para quienes tomar los  hábitos fue una movida estratégica, una manera de ejercer el derecho a estar con una misma. 

En mi caso, el lugar que habito es un huevo en el que me formo y deformo perpetuamente;  una casa que supo acogerme como a una fugitiva y me brindó reposo. Paso demasiado tiempo sola,  y me gusta tanto que a veces pienso que debería preocuparme, porque mucha soledad, hay que  admitirlo, enrarece. El gusto y el dominio de la soledad me vienen de toda la vida, de la infancia,  o del útero, si se tiene en cuenta que tardé mucho en nacer. Siempre supe que no me iría de la casa  materna si no podía irme sola. La idea de tener que tener roommates me parecía abrumadora y todavía me cuesta comprender por qué, si no es por la conveniencia de compartir gastos, una  escogería vivir con más gente. Cuando mis hermanas mayores se fueron de la casa también lo  hicieron por su propia cuenta, así que quizás hay mucho de crianza en todo esto. El mensaje  subliminal que nos dio ma toda la vida: sepan ser solas. El asunto del cuarto propio es un leitmotiv de mi historia familiar. 

Mi casa, mi madriguera. Este mi lugar. Un apartamento pequeño donde apenas caben una  mujer y un gato.  

*

Cae la lluvia con violencia. Aparecen, de manera espontánea, caracoles diminutos en el patio  diminuto, entre las piedras, entre las plantas. Se forman bolitas lodosas cuando el agua toca la  arena que el gato esparce descuidadamente al salir de la litera. La mujer las limpiará cuando deje  de llover y se entretendrá observando a los caracoles en sus movimientos casi imperceptibles. Le  aconsejará al gato, si anda por ahí, que es mejor dejar a los caracoles en paz. Por ahora, la mujer  deja la cama para contemplar cómo la neblina asciende hasta cubrir por completo el cerro que se  asoma al norte. Le suena el estómago. Se arrastra hasta la cocina y pone agua a calentar. Corta una  rebanada de pan y la mete al hornito, luego abre la caja de filtros, saca uno y comienza a armarlo  con paciencia (ha desarrollado una obsesión por los gestos y los movimientos mínimos, por la  repetición y lo que obliga a la pausa). Primero, doblar por la mitad, luego doblar la pestaña, luego  volver a doblar por la mitad hasta formar un cono que nunca será perfecto. Luego colocarlo sobre  el recipiente de vidrio. Ahora esperar, porque ni el agua ni el pan están listos. No hace otra cosa,  permanece de pie con los brazos cruzados y espera. Imposible saber qué piensa la mujer, así como  no se puede saber qué piensa Jeanne Dielman. Nadie sabe tampoco qué piensa usted cuando se  prepara un café, ni cuando le cae el chorro del agua en la ducha, ni cuando restriega un calzón  manchado de sangre. Hay mucha belleza en todo eso, en no saber.  

El gato, que imita a la mujer hasta donde puede, confiesa que él también tiene hambre. La  mujer no aprovecha la espera para servirle comida, porque no hay tiempo, realmente, entre una  cosa y otra. El gato se suma a la espera. Nadie sabe qué piensa el gato. 

Hace unas semanas, no recuerdo muy bien cómo ni por qué, me topé con un mini documental  de Jean Painlevé y Geneviève Hamon, Acera, ou Le Bal des Sorcieres. Trata de unos moluscos  marinos que no hacen nada, salvo bailar. Yo también soy una acera, una babosa de mar, pienso mientras veo el corto y durante los días que seguirán. Mi reino es hacer nada, pensarme en términos  productivos me desagrada profundamente; no me aburro nunca y, sobre todo, bailo, bailo  muchísimo en esta casa sola. Soy una mujer, pero ante todo soy un molusco. 

Mi mamá me enseñó a sentir repulsión por las babosas. Ese miedo-repulsión nunca vino de  mí, me fue heredado y he tenido que desaprenderlo. Ahora, cada tarde de cada día lluvioso, un par  de babosas o caracolitos apenas más grandes que un grano de arroz huyen de la lluvia y trazan su  camino hasta la parte techada del patio. Les digo mis reglas: no pueden entrar a la casa, y no 

pueden, bajo ninguna circunstancia, crecer. Tienen que quedarse así, pequeñitas. Me siento a  verlas.  

La casa suena cuando llega la noche. La estructura entera se retrae y contrae, liberando el calor  acumulado durante el día. Al inicio, cuando se mudó, se asustaba con los sonidos e imaginaba  hombres terribles irrumpiendo por ventanas desconocidas. Ahora, casa, mujer y gato se curvan y  se estiran al mismo tiempo. La mujer reconoce cada gesto de la casa. El gato, por el contrario, se  asombra todos lo días por lo que ya ha visto; observa con extrañeza las mismas plantas, los mismos  muebles, el mismo suelo que pisa desde hace tantos meses. Ella aprende de él y juega su juego. Observa el cuarto desde la puerta como si no fuera suyo y se pregunta qué clase de persona dormirá  en esa cama, quién leerá esos libros y cuál será el nombre del gato que duerme sobre la silla. De  repente, la conciencia de ser ella le asusta y da el juego por terminado. 

Habito esta casa como se habita un margen. No un margen político, no; en mi casa, de tan pequeña, no hay espacio para eso. No soy minoría ni colectivo, mucho menos identidad. Soy margen, talcual. Soy, o quiero ser, ese espacio al borde, ese espacio en blanco donde nada pasa porque nada puede pasar. Busco reposar en el margen, hacer de lo mínimo un ritual y moverme lento, gatear, arrastrarme si puedo. Ser la que observa y no lo observado. Sin embargo, escribir, sabiendo que es ponerse en la mira. Escribo porque no hay remedio y hay silencio, y porque estoy sola, y porque puedo hacerlo. Escribo sobre lo que no termino de entender. Algo me queda de todo esto. Finalmente me enrosco.