A veces la lluvia

por Rebeca Vargas
ilustrado por Majo Nabou

Entra octubre y con él el anuncio de los muertos. Suben las mareas, bajan las mareas. Ha sido una mala semana, un mes difícil, un año de pandemia. He llorado sin parar desde el lunes. Siento que estoy llorando por todo lo que no he llorado. Tengo el corazón hinchado, sigue brotando ríos y ríos de lágrimas.

Vale que la vida me dio unos ojos grandes para llorar. 

Ahora que lo pienso, he llorado tanto, y lo hago tan bien, que tal vez para eso existo, y por eso nací llorando, eran las lágrimas como un augurio, como un propósito, como una advertencia. Tal vez para eso nacemos, para llorar, y cuando lo hacemos limpiamos todos los puñales del mundo. 

Alguien podría leerme y pensar que estoy deprimida, pero no, solo estaba llorando. Antes lloraba así, veía brujas y mares que me escurrían en los drenajes de mi misma, y me lavaban el alma como mi abuela me lavaba el pelo en la pila roja del patio. Y yo me dejaba ir y me abría la sangre y me limpiaba toda. No, no la sangre, el agua que hay en ella. Últimamente no lloro así. Ahora salen unas lagrimitas que queman, como si fueran pájaros que salen volando, alfileres directos en el corazón.

¿De dónde sale tanta agua?

El internet dice que el llanto es una respuesta emocional, y que las lágrimas varían su composición química entre sí, según la emoción. Que nadie entiende muy bien por qué lloramos, ni por qué podemos reír mientras lloramos o llorar mientras reímos. 

Nadie habla de cuál es el límite entre la risa y el llanto, ni por qué se insiste en que una es fortaleza y otra debilidad, cuando ambas transforman nuestras dimensiones emocionales en respuestas físicas que nos ayudan a liberar tensión y estrés, a equilibrar el estado de ánimo.

Ánimo, del griego ánemos, que significa soplo, vida, espíritu. 
El equilibrio del espíritu.
Sigo leyendo. 

Mencionan que el estado del ánimo (prefiero del espíritu) es una disposición que resulta de la relación entre la energía de las emociones y su tensión, su intensidad, y que reír y llorar son mecanismos necesarios para equilibrar esa relación. El llanto- en particular- es la emoción que más gasto energético requiere, por lo que es la vía mediante la cual el cuerpo puede liberar, de manera más rápida, la energía acumulada. Como si eso no fuera suficiente, al terminar de llorar, el cerebro libera sustancias que nos tranquilizan y nos dan una sensación de bienestar, alivio y descarga.

Más importante aún, cada vez que lloramos se revela un escenario del que solo nosotros hemos sido espectadores, como si de pronto, se evidenciara algo que se mantenía oculto hasta el momento, un reflejo que nos conmueve y transparenta, uno de esos hilos emocionales en la memoria de quienes somos, ahora expuesto, sin poder esconderse en el silencio y la apariencia de nosotros mismos. 

El llanto nos anuncia la verdad irreductible, y sin embargo, gran parte de la relación de nuestra sociedad con llorar pasa por ignorar el llanto cuando aparece, reprimirlo si provoca, y censurarlo cuando incomoda estar ante su presencia. 

El rechazo al llanto ha marcado tanto nuestra historia que generaciones de personas han crecido y crecen con la idea de que llorar es malo, un símbolo de fragilidad, y que por eso, es algo que solo lo hacen las mujeres. 

¿Por qué escondemos nuestras lágrimas, nuestro dolor? ¿Cuál es nuestra relación con lo que nos anuncia? 

Lloremos siempre. Exploremos nuestros llantos y las verdades que nos revelan. Ojalá que lloremos. A veces en la cama y solos. A veces por las mañanas como un secreto. A veces cuando se muere lo que más queremos de un pronto a otro. A veces cuando es lento. A veces de felicidad, a veces de frustración. A veces cuando nos explota la mente. A veces cuando le toca a la sangre. A veces la tierra. A veces el cuerpo. A veces los llantos que vuelan como pájaro, a veces los enterrados como raíz. A veces la luna. A veces el sol. A veces la lluvia.